Que el 88 por ciento de las donaciones de órganos no se puedan materializar por la negativa de familiares, nos demuestra claramente que aún resta mucho por aprender sobre el aprecio al prójimo y sobre nuestra visión de la vida.
Resulta paradójico que apreciemos más un cuerpo inerte que la vida, que valoremos más un órgano que proyectar la felicidad de otros que aún tienen una oportunidad.
Y lo más frustrante es que muchas de estas personas que fallecen tienen toda la disposición de hacerlo en vida, pero finalmente sus parientes terminan por abortar su anhelo, ya sea por falta de información, temores infundados o por el dolor de la partida que le impide tomar decisiones más objetivas.
Incluso la propia religión le da un valor secundario al cuerpo, donde lo más importante es salvar el alma; donde se dice que del polvo fuimos hecho y al polvo volveremos, o que nuestro cuerpo es corruptible el que será cambiado por uno incorruptible.
Aún así la mayoría de las familias se resisten a la donación restando a otras personas poder prolongar su vida.
Será necesario un profundo trabajo de concientización para educar sobre el valor de la donación, que es un acto de amor que superar muchas otras acciones que ocurren en nuestra vida, y donde ponemos en su justo lugar el valor de un órgano frente a la vida.
Mientras no exista un trabajo de formación a las personas sobre el valor de donar, habrá que seguir sujeto a la buena voluntad de las familias, lo que es realmente complejo, ya que en el momento de la pérdida de un familiar, carecen de la capacidad de actuar en forma positiva, con generosidad y en forma oportuna, porque la donación de un órgano es una lucha contra el tiempo.
Falta mucho camino por recorrer para tener un visión más certera del valor de donar un órgano y no fundamentada en mitos o creencias totalmente alejadas de la realidad.