La Nona
Dividido el mundo en personas, animales y cosas, la Nona solo sentía aprecio por estas últimas, en particular por los objetos simples y prácticos que le daban entonación a la vida. En cuanto a las obras artísticas, sentía nada más que un soberano desprecio nacido de su rechazo a los museos desde jovencita. De ahí su afición a coleccionar cajas, grandes y pequeñas, de cartón o de lata, de todas las formas imaginables, si bien sus predilectas eran aquellas que fuesn envases de confites. Nada le encantaba más que los brillantes paisajes coloreados en las tapas, donde asomaban relucientes árboles, lagos, golondrinas que, a pesar de su antipatía congénita por la naturaleza, consideraba hermosos. Quizás le atraían los estados artificiales de esas estampas. Por diversas razones, la Nona no aspiraba el aroma de una flor, en primer término porque podía absorber algún pequeño insecto que, al recorrer por dentro su organismo, terminara alojado en sus pulmones. Además, porque ese perfume era ambiguo como la luz, poco definido, tal vez al calcular que el olor de la tierra subía por su tallo. Ella se inclinaba por los perfumes nítidos e intensos, sobre todo aquellos exaltados por la publicidad en las páginas satinadas de las revistas del corazón. Es así como cierto día, al pasar frente a la vitrina de un negocio en la calle Princesa, descubrió la caja más bonita de su vida que, aparte de lucir el bucólico paisaje, incluía en el centro el rostro almibarado de un niño de mejillas sonrosadas, enmarcado por una guirnalda de flores en forma de corazón. Le traía a la memoria las páginas de la revista Billiken que leyera cuando fuera niña. A pesar de sentir desde el colegio un fuerte rechazo a las labores de las cuales después varió, la Nona pensó que podía servirle como costurero para guardar los carretes, agujas y botones abandonados en los rincones de su cómoda. Decidió comprar la hermosa caja a fin de situarla en un lugar destacado que, aparte de su utilidad, representara un toque femenino en el hogar. Por la misma razón, adquiría a escondidas, lejos de las miradas de sus amigas y primas, los pañitos tejidos a mano que distribuía por encima de los muebles, induciendo a calcular, erradamente, las largas tardes de invierno dedicadas por ella al crochet. La Nona hubiera preferido dejarse torturar antes de confesar que ella no los hacía. Volviendo al tema, compraría la caja cualquiera fuese el precio, aunque esto era un decir, pues medía bien sus gastos, dentro de un espíritu de ahorro mitad genovés, mitad catalán, ya que no adquiría nada sin antes someterlo a un concienzudo regateo. Por lo general, le daba unos resultados excelentes. Los nervios destrozados del comerciante cedían al fin, al punto que a veces, luego de lograr la derrota del otro, se marchaba triunfante sin comprar. Lo importante era competir dentro de las opciones de la economía de mercado. Después de pasar por allí en diversas oportunidades, cayendo en una absorta contemplación pegada a la vitrina, decidió adquirir la caja antes de que, como podía ocurrir, quedara en otras manos. No estaba dispuesta a pasar un día más sin esta. La Nona entró al negocio segura de sí misma, pero le fue informado, casi sin prestarle atención, que no estaba a la venta de modo alguno. El antiguo objeto constituía, se le dijo, un adorno de la tienda, proveniente de la abuela del dueño. Estamos entonces frente a un cazabobos, reaccionó alterada la Nona, qué falta de seriedad con el público, ocurre que yo necesito esa caja puesta a la exhibición, silbó su aguda voz operática.
Adelanto del libro "Tal vez sí, tal vez no",
del escritor Germán Marín. Páginas 44, 45 y 46.
"La Nona no aspiraba el aroma de una flor, en primer término porque podía absorber algún pequeño insecto".