"La ladrona del fuego"
Estas noches de calor tropical, con no poco de nostalgia y algo de piedad, suelo recordarte, Percy, siempre con tu semblante bello y joven, romántico y alocado, triste las más de las veces, pero con el estigma de una supuesta libertad incuestionable en tus facciones de Adonis, a quien le rendiste el bello tributo que aún leo cuando escucho las olas estrellarse contra el farallón que separa esta casa pequeñita, pero confortable, del mar, el mismo que te llevó en sus fauces tormentosas, esa noche de julio de 1822 -nunca he podido olvidar la fecha precisa, aciaga- cuando apenas cumplías los treinta años, pero qué va, no habrías sido Percy Shelley si no morías a la edad predestinada a los poetas como tú.
Nunca dejé de amarte, eso no puedo negarlo, y aún te amo, pero siempre fuiste tan incondicional a Byron, nuestro vampiro turbio, que le pusiste Don Juan al velero que te arrastró al fondo de las aguas cuando regresabas desde Lerici a Pisa, aunque sé con la certeza que lo habías cambiado por Ariel, a pesar de la insistencia de Edward. Y tu cuerpo consumido por el fuego por decreto post mortem del mismo Byron, Percy, ¿viste?, siempre nuestro destino predeterminado por el vampiro cojo. Pero logré extraer, ¿recuerdas?, tu corazón de ese puñado de cenizas y lo tuve, fíjate cómo te amé, en un pañuelo de seda hasta mi muerte. Dicen, mi amado mortal, porque no saben el final -o el transcurso, dado que nada ha concluido hasta ahora - que en esta carta que te envío esta noche tropical narro.
No que después de mi muerte tu corazón lo haya descubierto en ese pañuelo de seda nuestro hijo Percy y guardado junto a él hasta su muerte, donde finalmente descansaste -solo cuando el corazón llega a la tumba puede finalmente descansar un hombre-porque los sepultaron juntos, y ahí duermen -por ahora - juntos.
Nunca dejé de amarte, Percy, y prueba de este amor es la historia de tu corazón que guardé en ese pañuelo de seda en mi regazo de amante y madre. Porque siempre fuiste un niño Percy, siempre tan dependiente del vampiro cojo y sus cofrades. Y seguro estarías ahora en esta cama de madera abrazado a nosotros si no te hubieran cremado, por un designio del cojo, porque de las cenizas sí que es difícil surgir y seguir viviendo, ni siquiera metafóricamente. Pero a veces sueño que te abrazo, Percy, y escuchamos el mar, en la pleamar, los tres convulsos y jadeantes bajo esta luna inmensa, roja, sangrienta, tropical, ardiente.
Y claro, sería un lugar común detenerse en las alocadas noches de Villa Diodati, ese verano húmedo y riguroso, que con su lluvia incesante nos confinó en la casona de Byron y el ajenjo y la voz gutural del vampiro cojo narrando historias de fantasmas sacadas de esos volúmenes de relatos de terror traducidos del alemán; sobre todo recuerdo la Historia del amante inconstante y sus promesas rotas, y las risitas locas de Polidori y las carcajadas un tanto burdas de la amante de turno de Byron. Y el concurso que se le ocurrió al cojo miserable «Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas»; y aceptamos su proposición y, bueno, querido Percy, tú fuiste incapaz, tan dado a plasmar ideas y sentimientos en el esplendor y la imaginería y la música del verso melodioso que orna nuestra lengua, que a narrar, te fuiste por los meandros de tu infancia; pero esa historia ya está demasiado narrada para insistir en ella y los presupuestos que me llevaron a escribir mi cuento que hizo que ahora esté acá en esta playa calurosa, tantos siglos después, porque vencimos a la muerte y a los designios de Dios, amor mío, pero tú tenías que convertirte en un montón de cenizas y yo morir y así perder tu corazón.
Extracto del cuento
de Thomas Harris en la Antología "El legado del monstruo".