Exactamente. Así debiera ser el consumo del arte en la vida cotidiana, para mejorar los mecanismos de la sensibilidad humana que nos permitan afinar el gusto por todo aquello que "humaniza" los comportamientos y obras; desde la humilde mesa arreglada con cariño, hasta el banquete de las grandes celebraciones; desde el canto que acompaña los quehaceres del hogar, hasta el trinar de los pájaros que alegran mañanas y crepúsculos. No existen espacios ni tiempos que carezcan de oportunidades para iluminar las zonas ensombrecidas por los problemas, dudas, temores y cuanta miseria nos puedan acosar: sólo hay que dejar las puertas abiertas a la belleza de la naturaleza y de la creación humana.
Vivimos en el sur colmado de bendiciones naturales que, a veces, ni siquiera miramos; las tenemos a la vuelta de la esquina y no percibimos sus colores, formas, movimientos, volúmenes o sonidos. Pero también los artistas están colocando a nuestro alcance los frutos de su arte musical, literario, artesanal, pictórico, arquitectónico, folclórico o fotográfico; estén en la calle, en el barrio, en el gimnasio o en grandes salones construidos para ellos. Pero estos fenomenales actos del universo que habitamos y de las expresiones del espíritu, nada sirven si no hay seres que los vean, toquen, escuchen o, simplemente, sientan a la hora de encontrarse con ellos.
Nos deslumbramos por la magnificencia del universo en que estamos parados; y hasta somos capaces de asombrarnos con los increíbles inventos humanos. Cuánto bien nos haría descubrir en las pequeñas cosas de la vida, una buena razón para alegrarnos y para enriquecer los horizontes de nuestra existencia. Y las artes tienen, precisamente, esta virtud; aunque malas políticas educacionales las hayan sacado o reducido a su mínima categoría en las aulas chilenas; y con ello, llevada a una escasa valoración en quienes, comenzando a vivir en este mundo, perderán sustantivos elementos de su formación intelectual, afectiva y social.
Pero aún tenemos tiempo para entender que el arte es un derecho del espíritu; una obligación para entregarle los espacios mejores y más amplios para su desarrollo; y un deber moral que deben asumir todos los seres humanos, para cultivarlo como un bien supremo. La acción artística termina sólo cuando existe el público, el lector, el auditor o como quiera llamarse. En ese papel, nadie puede restarse o declararse incapacitado, para asistir a este banquete preparado para todos.
Profesor y escritor