Antipop
Fue el año en que pasaron todas las cosas. En 1999 conocí a una chica, heredé un departamento y abandoné la universidad. La chica se llamaba Kathy, el departamento era de mi papá y a mediados de cuarto año de ingeniería electrónica decidí que no había más que aprender y era hora de trabajar. Lo de Kathy fue al comienzo, en el verano, y se acabó, al menos en esa primera parte, poco después de que un día llamaran avisando que al viejo le había dado un infarto. La decisión de dejar los estudios vino como consecuencia de lo anterior, cuando vendí el departamento y tuve 32 millones de pesos en el bolsillo. En ese tiempo lo único que me interesaba era construir mi propio estudio de grabación y hacer discos. En 1999 yo creía que con ser valiente y tener ganas era sufciente para sobrevivir. En 1999 también muchas personas decían que el mundo se iba a acabar el 1 de enero del 2000. En el primer segundo del primer minuto del nuevo milenio el planeta iba a chocar con un asteroide desconocido, o estallaría porque sí nomás. Pero eso no pasó, no cambió nada, no reventó nada. En lo que a mí respecta, el 2000 fue la continuación lógica de mi año cero, el de las explosiones y de los cambios de eje. En 1999 tomé las primeras decisiones importantes de mi vida, algunas de las cuales involucraron a otros y me pusieron en el lugar donde ahora estoy. Incluso, si he de ser más concreto, hablo de las decisiones que me sentaron en esta silla donde ahora estoy sentado, frente a esta consola de audio que llevo algunos minutos limpiando con sumo cuidado, tal como lo he hecho cada lunes por la mañana durante los últimos quince años.
Llueve en Santiago. Es mediodía. Al menos eso dice el reloj clavado en la pared, pero el agua cae tan sin pausa que diluye la luz. Más bien la uniformiza como un regulador natural y la mantiene invariable por mucho rato. Nada se altera, desaparecen las sombras y todas las horas son las diez de la mañana o las tres de la tarde. Está bien que así sea. Lo tomo como una tregua. Ayer terminé de grabar un disco que me mantuvo ocupado las últimas semanas. Producirlo y grabarlo, más precisamente. De lejos se ve un trabajo simple, de siete canciones, reposado y, debo admitirlo, en hartos pasajes bastante aburrido. Jamás hubiera aceptado involucrarme de no mediar el dinero que ofrecieron y que me permitirá varios meses de tranquilidad, varios meses con la misma luz.
Diría que el disco tuvo un proceso bastante normal hasta la mitad. Luego comenzaron los malos entendidos entre el músico y su sello. Fue una gran sucesión de torpezas que a ratos se hizo inmanejable, pero cuando sabes lo que es no tener un peso en los bolsillos por varios días y has dependido de las naranjas que da el árbol del patio o del parrón del vecino para echarte algo al estómago, aguantas lo que venga y tiras para adelante.
El tipo, el cantante, el artista..., digamos, el talento, exigió a su sello que su nuevo disco fuese grabado en mi estudio y conmigo de productor. En un momento pensé que había una equivocación, que alguien se había confundido. Porque una cosa es estar a cargo de las perillas y operar las máquinas, y otra es ordenar, pulir, armar, desarmar, corregir, entender y, sobre todo, contener el trabajo creativo. En este caso puntual, hablo de un músico a quien no conocía personalmente, pero del que jamás había soportado siquiera una canción completa; alguien a quien de seguro le hubiera dado más de un mangazo si hubiéramos sido compañeros de colegio en esa edad en que todas las cosas se arreglan a golpes. Sobre todo cuando me lo topaba en algún programa de cable hablando de su vocación por lo pop, por querer que su música llegara a la mayor cantidad de personas y, aún más, de sus ganas de hacer carrera internacional y ampliar mercados. No lo tragaba y evidentemente había un motivo que podía resumirse en unas pocas palabras: ese artista, como otros de su generación, tenía ambiciones mucho más grandes que su talento, y también muchas más oportunidades de las tolerables.
Adelanto del libro que ya está en librerías Por Patricio Jara