Una reciente entrevista realizada a la Presidenta Michelle Bachelet, en la que abordó el débil escenario de la economía nacional, puede dar mayores luces de los errores conceptuales en que ha caído la actual administración.

La Mandataria precisó que, "a mí no me interesa para nada un crecimiento económico brutal por sí solo, el crecimiento económico tiene que expresarse en una mejora en la vida de las personas".

Ciertamente, en el desarrollo de la entrevista, la Mandataria puntualiza que espera un mejor desempeño de nuestra economía, pero en el fondo, parte de su juicio revela lo que muchos consideran una especie de pecado -en el fondo un prejuicio- respecto a la riqueza y qué impacto tiene en el país.

El modelo económico chileno -presente en la mayoría de los países y, con matices, en todas las naciones desarrolladas- funciona con crecimiento económico. Podemos reconocer que este no puede ser a cualquier costo, por ejemplo, de la seguridad, higiene o valor de trabajadores, medio ambiente, o del propio Estado, pero requiere de dinamismo, en especial del sector privado.

Pero en Chile se ha instalado la "falsa verdad" de que el crecimiento sólo beneficia a un sector, mientras la gran mayoría nada tiene por recibir. Es probable que ese juicio esté fundado en los niveles de desigualdad; sin embargo, al menos lo primero, está lejos de ser cierto.

El crecimiento económico implica inversión y generación de empleo en época de construcción y mucho más cuando las operaciones están en desarrollo. La falta de expansión de la economía trae consigo cesantía y, a la larga, pobreza.

A un año de concluir su mandato, la Presidenta expresó que espera que su gobierno sea recordado por el legado para las personas, lo que es genuino y valorable, sin embargo, proponer casi como términos enfrentados el crecimiento y las personas es uno de esos errores y prejuicios ontológicos que confunden a la gente.

Chile requiere crecimiento económico, también reducir la desigualdad, pero lo último no es posible sin lo primero.

Después de haber celebrado la institución de la Eucaristía, la Pasión, y la Muerte del Señor, damos por terminado nuestro silencio y duelo, para celebrar la Pascua de Resurrección. La muerte está vencida, y con su Resurrección el Señor nos invita a dejar en el sepulcro las mediocridades de nuestras vidas, y a abrazar una vida nueva resucitada con Cristo.

La muerte, toda muerte, produce en nosotros un natural desconsuelo, desata interrogantes, y potencia cierta angustia en el corazón humano. Frente a ella, el hombre no tiene respuestas ni explicaciones convincentes; ni con toda su ciencia e inteligencia, puede el ser humano superar el agobio que le trae sólo pensar en la muerte. En nuestra Vigilia Pascual, proclamamos que la muerte, en todas sus formas, ha sido vencida por Cristo el Señor. Como lo dice San Pablo: Cristo "se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida". Para el que cree en Cristo, la muerte corporal no es más que el paso a la vida eterna, junto al Señor, que ya nos ha precedido; como lo decía San Francisco de Asís, la muerte corporal es ahora una hermana para el cristiano, la que nos lleva a la eternidad. Con esa fe, el creyente puede además vencer las demás formas de muerte: la muerte moral, causada por el pecado en todas sus formas de orgullo, autosuficiencia, egoísmo, envidia, ambición, ira, violencia, abusos, etc.

La Pascua de Cristo es también nuestra pascua, por eso, con los ojos fijos en el fuego nuevo de nuestro cirio Pascual, renovemos nuestra fe, salgamos de la desesperanza, dejemos atrás los caminos de las tinieblas y la muerte, para vivir vidas nuevas en Cristo Resucitado. Busquemos al Maestro cultivando la "cultura de la vida" y luchando contra toda expresión de la "cultura de la muerte", que trae división, enemistad, y dolor.

Que la Luz de Cristo Resucitado ilumine la vida de cada uno de nosotros, regale esperanza a los que la han perdido, fuerza a los débiles en el espíritu, valor a los que luchan por la luz de la verdad, fortaleza a los que defienden la vida en todas sus formas, espíritu de servicio a los que tienen autoridad, para que el mundo entero sea cada vez más anticipo del Reino de Cristo Resucitado.

Carlos Pellegrin Barrera Obispo de Chillán

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