En la Iglesia Católica estamos viviendo el Mes de María. Muchos creyentes pueden decir: "yo paso", pues no se identifican con el tipo de piedad y de oraciones propias de esta devoción. Y para qué decir de algunos hermanos evangélicos, que a menudo se quedan en una crítica superficial a la devoción católica a la Virgen y no van más allá. Y la Virgen tiene mucho que enseñarnos.
En su cántico conocido como Magníficat (Lc. 1, 46-55), María canta: "Mi alma engrandece al Señor, mi espíritu se alegra en Dios mi salvador". Es decir, María quiere que Dios sea grande en su vida y en el mundo. Ella comprende que Dios está presente entre nosotros, actúa en favor del ser humano y no es nuestro competidor. Sabe que si Dios es grande, también es grande el hombre. Por tanto, no tenemos que alejarnos de él, sino unirnos más a él.
El hombre de hoy, incluso los que decimos tener fe, a menudo empequeñecemos a Dios en nuestra vida. Lo relegamos a un lugar secundario o simplemente lo sacamos de nuestra existencia. Quizás nos falta encontrar alegría en Dios, descubrirnos profundamente "misericordiados", sostenidos por un amor que se ofrece como luz y camino. Mientras no descubramos que Dios nos ama primero e incondicionalmente, Dios quedará como un amuleto, como una creencia, pero no como un Dios personal con el cual podemos caminar cada día.
En el mismo cántico María dice: "derriba del trono a poderosos y eleva a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos". Alguien podría considerar que María es ingenua y ciega ante la injusticia del mundo. Pero lo que ella ve es que, en un mundo precisamente injusto y abusivo con los pobres, Dios no es imparcial, sino que se pone de parte de los pequeños y está comprometido con levantar a los humildes y hambrientos de sus miserias y humillaciones.
Este Dios es al que seguimos. Y seguirlo significa ponernos al servicio de la transformación de la sociedad, para que el poder y la riqueza no beneficien sólo a unos pocos, sino que ayuden a construir la comunión y la fraternidad humana. Por eso la devoción mariana está lejos de ser una piedad irrelevante, porque en su orientación más profunda nos lleva a más Dios y más compromiso con el hermano. Y por eso quienes desde su fe se acercan a María, buscan más hondamente al Señor y le confían a ella el dolor y las esperanzas de tantos hermanos y pueblos que sufren. Porque siendo discípula que nos enseña a creer, María también es nuestra Madre en quien nos podemos apoyar.
Sergio Pérez de Arce A. Administrador Apostólico. Obispado de Chillán.