
Tiempo de brujos
Hay una mañana gris, lluviosa, enmohecida, como de latones rotos, como odios. Es el Invierno de acero de los pueblos, el Invierno entre los inviernos, el Invierno eterno, todo alumbrado de parafina, en cuyo corazón viejo, de vejez terrible y fragante, ya empiezan a podrirse las últimas frutas, con ancho morado eclesiástico. En la profundidad colosal del barro cantan las gotas.
Yo estoy saliendo de la noche, todavía hilachado y corroído de su oscura dispersión de fuego, la noche de Licantén, la noche de ojera y de palanca.
Pero mis manos de tres años arañan la realidad como una gran naranja, buscan la forma violenta y los hechos y, a la espalda de los sueños, afirman su grito. Efectivamente, me creía un pájaro entre las sábanas, un pájaro de dimensiones formidables, como aquellos enormes y muertos, que cruzan cantando río arriba, río abajo, río afuera, por el Mataquito. Yo tengo aspecto de dulzura y soy infantil, pero mi pecho es duro. Ahora la sombra está mezclada al agua, a las mantas mojadas de la lluvia, la lluvia de cuarenta días de los tiempos antiguos, y es una especie turbia de licor invernal, sonoro, en donde las tinajas del techo dejan pasar la música de la luz, sonando. Hay algunas vacas que braman dolorosamente, mordiendo nuestros inviernos como grandes madres en los pajares abandonados. Agarrándose a sus entrañas gravita el canto vago y desgarrador de los gallos, los hermosos y eternos gallos de Licantén, los gallos errados y abandonados de los pueblos, que como desde la muerte, emergen completamente ensangrentados por el ladrido de los perros, los amarillos y espantosos gallos que lloran el tiempo entre sus violetas. Yo los escucho negros, rojos, blancos, de punta a punta de la eternidad, ¡clamando!
Adentro estallan los hachazos rajando en astillas el corazón de los pellines. Por eso escucho este aroma a boldo, a quillay, a maqui, a antigüedad monumental de los antepasados, a chilcas mojadas de la ribera, entre las cuales anidan los patos entremezclándose al olor esencial de los membrillos… ¡Oh!, pero, de repente, el bramido del animal asesinado se me clava en el alma… Porque están carneando en los galpones la vaquilla que le compraron el domingo a los entenados de ña Catita Vilu, la curandera me parecía limosnera y se escondía el dinero en su cantarito.
Mi padre. Sí. Entra él trayendo la actualidad retratada en las palabras, sudando, oliendo a látigo como su cinturón y los lazos trenzados con que amarraron a la criatura. Mirándolo, se me ocurre pensar en cuando nació mi hermana, la Chila. Lo quiero, pero lo temo. Siempre me parece que he hecho algo muy malo en su presencia, que me aplasta, porque sólo lo recuerdo como cazador o hachando o partiendo leña en la montaña. Él sonríe contemplándome. Me entrega el astillón de raulí oloroso y me dice: mira la yegua… Efectivamente, una de las patas traseras se la pusieron de coligüe verde, de tal manera que tiene cuatro patas, como todas las yeguas.
Yo la abrazo y me levanto cantando entre la niebla acerba.
De "El Amigo Piedra", páginas 31-32