Una mirada a la maternidad en tiempos de precariedad
En "Es lo que hay" (Alfaguara) la escritora Begoña Ugalde muestra a mujeres que enfrentan las dificultades de ser madre en situaciones difíciles y de soledad. Extracto del libro de Begoña Ugalde
Begoña Ugalde escribió también el libro de poesía "La Fiesta vacía" y la obra de teatro "Yo nunca nunca".
En los cuentos de Begoña Ugalde (1984), las madres andan siempre con sus hijos. Ya sea en Santiago, Barcelona o Londres. Son mujeres pensantes, succionadas por sus bebés y que los cargan durante largas caminata por Santiago o recorriendo extraviadas el metro de Londres. Se las arreglan solas, en la mayor parte de los relatos.
Estas mujeres de "Es lo que hay" se buscan la vida también. Ya sea como promotoras con zapatos que les quedan chicos o como traductoras de escritores o como eternas estudiantes de posgrado.
Les falta dinero. Viven en espacios pequeños y se quedan fuera del zoológico de Santiago por no poder pagar la entrada.
Begoña Ugalde es Licenciada en Literatura de la Universidad de Chile y Máster en Creación Literaria en la Universidad Pompeau Fabra, en Barcelona. Hasta antes de este libro, había escrito poemarios, obras de teatro y cuentos.
Por ahí su poesía se cuela para narrar episodios de "Es lo que hay". La autora también es madre y esa primera persona está siempre presente. Cualquiera que haya criado conoce esa sensación de que la vida propia sigue su curso en otra vida, la de los niños. Hoy la crianza y la escritura de Begoña Ugalde transcurren en el Barrio Recreo de Viña del Mar, de vuelta a Chile tras varios años en Europa.
-¿Cómo te ha tratado este tiempo de mudanza y pandemia?
-Ha sido extraño, pero bien, estoy redescubriendo. Volví a otro país, Chile es otro país. Estuve casi 5 años fuera, ha sido bonito, potente. Me fui a hacer un máster que duraba un año, pero después me quedé trabajando con mi pareja y mis hijos. Nos quedamos sobre la marcha, sin ningún plan. Nos fuimos quedando hasta que no dio más.
-¿Qué tal estaba Barcelona antes de irte?
-Es una de las pocas ciudades de Europa en las que el colegio sigue funcionando: mis hijos seguían yendo al colegio. Allá incluso hicieron un experimento: un concierto con 5 mil personas para ver si se pegaban el bicho (coronavirus). La ciudad está abierta, está activa. No como otras ciudades de Europa, como París o Londres, que han vuelto a estar encerradas. Barcelona no. También es verdad que allá se ha precarizado mucho, es una ciudad que le gusta mostrar una cara bonita, pero los espacios para habitar son muy pequeños: imposible tener un patio. Hay un problema grande, que saben esconder súper bien.
Criar en pandemia
-En todo el mundo, ¿por qué se idealiza la maternidad?
-En Chile es más. El mandato de la maternidad es muy fuerte, de partida porque el aborto es ilegal, este es un país bastante conservador en ese sentido. La figura de la madre es muy sagrada, y al mismo tiempo a las madres se les exige mucho. Es como un estatus ser madre. Y por eso también se tienen muchos hijos. Se idealiza porque da esta cosa que es medio de postal, este amor incondicional que los hijos y los hijas te aman más que a nada. Es muy potente, es muy revolucionario emocionalmente. Las niñas y los niños te demandan y te esclavizan, pero también te entregan mucho.
-¿Se volvió más difícil la crianza en esta pandemia?
-Criar hoy es una tarea titánica, es muy fuerte. Quitar el colegio y estar todo el día con ellos es muy heavy: es enloquecedor en realidad. Algo que es profundamente dañino, aislar las maternidades y paternidades y quitar los espacios de crianza compartida es brutal. Estamos en un momento de desromantización muy fuerte de la maternidad y la paternidad. Y aun así la gente se sigue reproduciendo.
-Tú, ¿cómo compaginas la escritura y la crianza?
"Es lo que hay"
Begoña Ugalde
Alfaguara
171 páginas
14 mil
Cuando llegó el verano, empecé a ir a la playa al menos una vez por semana. Hacía tanto calor adentro del piso que andaba todo el día en traje de baño. Por supuesto me resultaba cada vez más difícil concentrarme en la tesis. Además, la niña tenía sed todo el tiempo. Yo le daba agua y ella me pedía teta. Cuando al fin atardecía, y lograba dormirla, salía al balcón, destacador en mano, y me quedaba leyendo los libros que había fotocopiado de la biblioteca. A veces me dormía sobre la silla de playa y soñaba que viajaba a pie por los campos devastados, con mi fusil en el hombro. También soñé una vez que vivía en una comunidad escondida entre las montañas, junto a un grupo de mujeres musulmanas y un hombre callado y sereno que tenía la misma cara de Juan. Bailábamos en círculo, preparábamos cuscús en unas ollas enormes y nuestras hijas jugaban en la tierra, con piedras y palitos.
Federico me despertaba al llegar y comíamos juntos. Después nos acostábamos sobre las sábanas y hablábamos. Más bien me dedicaba a escucharlo. Le gustaba enumerar las cosas que extrañaba de Chile y, sobre todo, desahogarse por los malos tratos que recibía en el curro. Los cocineros solían entregarle los paquetes sin mirarlo, a pesar de que ya los conocía hace meses. También lo ponía mal la forma en que lo trataban los clientes. Gente que pagaba para que le subieran seis pisos a pie una cajetilla de cigarros, los flojos culiaos. Una vez tuvo que pedalear diez kilómetros cuesta arriba para llevarle un six pack de cervezas a un pijo que ni siquiera le dio las gracias. Cosas así.
Como yo no me quejaba de nada, Federico empezó a sospechar de verme tan tranquila. Me preguntaba si tenía un amante, cuál era mi secreto. Yo me reía, pero no le confesaba que desde que fumaba la marihuana de Juan todo se me hacía más llevadero. Que le había comprado otro poquito, y que me fui acostumbrando a fumar también después de almorzar, mientras la niña dormía la siesta. Ir al parque cuando despertaba era mucho más divertido. Disfrutaba enormemente echarme sobre una manta y mirar a los perritos jugar. O a los basquetbolistas que encestaban pelotas moviéndose como panteras, al ritmo del trap. O a las madres musulmanas, que parecían pasarlo genial hablando entre ellas, mientras sus hijos se columpiaban. Y a los adolescentes dándose besos y tomándose fotos. O a la Dalia rodando sobre el pasto, hasta quedar mareada. Agu agu aguaaaaa ma ma mamaaa. Podía conversar con ella por horas. Un diálogo de ruidos ininterrumpidos. Ruidos que yo aprendí a traducir y que a veces eran imperceptibles para el resto. Me decía a mí misma que no le enseñaría a hablar. Que, al contrario, ella me enseñaría a mí a hablar de nuevo. Un lenguaje que expresara otra relación con el mundo. En vez de tomar el acento de acá, o seguir asimilando palabras ajenas, o aprender a hablar catalán, o castellano neutro. Yo hablaría como ella. Y no ella como yo. Y también aprendería de su silencio, que decía tantas cosas. A veces, cuando la amamantaba, sentía que me transmitía sus deseos con la mente. Le hacía caso entonces al impulso de comprar una sandía, aunque fuera carísima. O tomábamos un tren a media tarde, para jugar un rato en la arena y mojarnos los pies en el agua tibia y turquesa del Mediterráneo, viendo los cruceros detenidos sobre el horizonte.
Si el calor era mucho, evadíamos las horas de sol, quedándonos en la casa, con las persianas cerradas, dibujando animales, armando «rucas» con toallas, sábanas y cojines. O le preparaba baños de espuma con el jabón de mano que vendían en el supermercado. Se pasaba un rato largo chapoteando dentro de una palangana, mientras yo escuchaba música y escribía cosas sueltas, o hablaba con mis amigas por Skype.
A veces, cuando Federico llegaba, nos habíamos quedado dormidas con ropa, en nuestra cama, aún desecha de la noche anterior, y la casa era un desastre. Él protestaba un rato, diciendo que no se podía vivir en ese caos. Yo lo mandaba a la mierda, le decía que no tenía por qué estar limpiando todo el día, que la casa era un trabajo de tiempo completo y a veces necesitaba tomar vacaciones. Discutíamos un buen rato, sin alzar la voz para no despertar a la niña. Pero al irnos a acostar, entrelazábamos nuestros pies, o él me hacía un masaje en el cuello, y lográbamos hacernos amigos de nuevo, en la oscuridad de nuestra pequeña pieza. También poníamos a la niña a dormir en el pasillo y hacíamos el amor. Intensamente. Metiendo ruido. Como antes de ser madre y padre, y de cambiar de país.
-Robando tiempo. Sin colegio es más difícil que nunca, en ese sentido tengo un súper compañero. Estamos haciendo ese malabarismo de tratar de ganar dinero, porque sabemos que con el arte no se gana dinero. O casi nada. Y, al mismo tiempo queremos tener espacio para la escritura o para cualquier espacio creativo. También es harto rigor, que es una cosa que da la maternidad. Tuve mi primer hijo a los 22 años, hubo un largo periodo de mi vida que dejé de carretear. En vez de carretear escribía y todavía tengo ese hábito. Escribo por las noches o me levanto súper temprano. Todo el tiempo que no le dedico a la vida social se lo dedico a la escritura. La escritura le roba tiempo al ocio y puede transformarse en una neurosis igual.
-¿Qué te hace escribir?
-Cuentos he escrito siempre, desde chica. Pero para escribir en serio narrativa tienes que concentrarte harto, y dedicar mucho tiempo. Tengo harta energía, dudé harto si estudiar Literatura por lo mismo. Cuando iba a la universidad hacía danza, tenía muchos amigos en el teatro. No me sentaba las suficientes horas para escribir narrativa. La poesía es mucho más fugaz, permite escribir en momentos mucho más random, o en momentos más cortos. En la universidad me decidí un poco por la poesía y fui a la Fundación Neruda. Ahí me conecté con un amigo, escribí mi primera obra de teatro, a dúo con Pablo Paredes. Fue como un juego escribir teatro.
-Cuéntame cómo era la vida del teatro antes de la pandemia.
-Era muy entretenido, porque trabajaba con las compañías y estrenábamos las obras. A veces hacía las luces y cortaba los boletos. Me metí en el cuento del teatro que es otro universo. Pero también es un universo agotador, ingrato, la gente ahora lo echa de menos de forma desesperada, pero es muy aperrado hacer teatro. Por eso me cansé en un momento y decidí escribir mis proyectos narrativos, mis cuentos. La poesía no la he dejado, sigo escribiéndola todo el tiempo, es algo que no puedo abandonar, es lo más espontáneo que me sale.
-¿Y qué hiciste con tu biblioteca con todas estos cambios que te has pegado últimamente?
-Dejé mi biblioteca más preciada en Barcelona, mi biblioteca de autoras, que me la iba a traer una amiga, pero hice una mala jugada. Mi biblioteca está estancada. En Chile recuperé libros en cajas de la casa de mi madre y estoy reencontrándome con antiguos libros, que son buenos libros. Pero mi biblioteca esta disgregada, cosa que igual me hace sufrir. Ya estoy viendo como traerme esos libros. Sobre todo, para compartirlos. Son libros difíciles de encontrar y tengo ganas de colectivizarlos.
De santiago a viña
-¿Cuál es tu relación con Santiago? Algunos relatos suceden en lugares emblemáticos: cines, el Zoológico, el Cementerio General.
-Con Santiago tengo una relación de amor y odio. Crecí ahí y viví ahí hasta los 30 años, en distintos barrios. Viví en el centro, viví en Ñuñoa, viví en la Reina en el límite con Peñalolén. Santiago, dependiendo donde vives es súper diferente. Es como un aglutinamiento de pequeñas ciudades. Es una ciudad gigantesca en realidad. Ahora siento que es una ciudad invivible, no sé si es políticamente correcto decirlo, pero está muy difícil vivir allá, en todo sentido.
-¿Qué perdió Santiago con la pandemia?
-Ya no ofrece la vida cultural que tenía antes, de ir al cine, de ir a tocatas, al teatro, de caminar por la ciudad. Ahora que se perdió todo eso es un lugar un poco hostil. Es una ciudad muy golpeada también. Es bonito que se está descentralizando, tal vez es un poco romántico decirlo. Yo vengo con cautela a la V región porque sé que están recibiendo una invasión de santiaguinos, o de odiosos santiaguinos, pero me parece que es natural porque Santiago es una ciudad que se ha ido degradando.
-¿Qué pasó con el lugar donde te criaste?
-Me crié en Ñuñoa y ese barrio ya no existe. Botaron todas las casas, lo mismo en el centro. Creo que han destruido la ciudad con la especulación inmobiliaria. Es una ciudad que no existe. O la ciudad que a mí me gustaba no la encuentro.
-Hay un largo relato de un mochileo para rematar el libro. ¿Dónde irías a mochilear ahora, si pudieras?
-¿En un mundo pandémico o prepandémico? Siempre he querido ir a Japón, pero creo que es una pésima idea ahora. Me gustaría ir a un lugar con harta naturaleza a desconectarme. Me gustaría ir incluso a la playa en Concón,y sentirme libre. No soy tan ambiciosa. No sé si me gustaría ir tan lejos, pero quisiera que no haya control, el control me parece tan brutal.
En los cuentos de Begoña Ugalde aparecen mujeres criando por el mundo.
Por Cristóbal Gaete
María José Garcés
"Dejé de carretear. En vez de carretear, escribía. Todavía tengo ese hábito. Escribo por las noches o me levanto súper temprano".
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"La figura de la madre es muy sagrada, y al mismo tiempo a las madres se les exige mucho. Es como un estatus ser madre".