Las enfermedades cardiovasculares son la causa de casi un tercio de las defunciones en nuestro país. Y cada año en el mundo fallecen poco más de 17 millones de personas debido a enfermedades cerebro o cardiovasculares, lo que habla de la importancia que tiene la atención oportuna de las causas de estos males. El principal riesgo de la enfermedad cardiovascular es que usualmente no presenta síntomas y que los hábitos cada vez más sedentarios de las personas, así como la mala alimentación y estimulantes adquieren relevancia en las causas de esas patologías. Las enfermedades al corazón y al sistema circulatorio se han convertido en trastornos silenciosos pero claramente mortales. Sólo en el caso de la hipertensión, uno de los principales factores de riesgo se presenta como uno de los desafíos de salud pública importante del país y eje para programas que buscan evitar muertes prematuras, debido a su difícil diagnóstico y a la prevalencia creciente en la población.

En el último año y medio, los sistemas de salud han debido preocuparse preferentemente de los contagios de covid-19 y sus consecuencias, y quedaron en segundo plano patologías de cáncer, enfermedades digestivas y neurológicas, entre otras.

Es necesario crear conciencia sobre las enfermedades cardiovasculares, sus causas, efectos y prevención. Los médicos destacan tres aspectos fundamentales para cuidar este órgano: una alimentación sana, realizar actividad física adecuada y llevar una vida que controle el estrés y la presión arterial. Cada uno de estos puntos plantea desafíos en términos de salud y en políticas que ayuden a promover la vida sana.

El Estado aprobó hace unos años la legislación de control y rotulación de alimentos, poniendo especial atención en el sodio y la venta de alimentos saludables en los colegios. Pero también en el hogar, los padres tienen una gran labor por cumplir y si allí no mejoran las conductas alimenticias, los avances serán escasos.

Según el reporte de Carabineros, "Antecedentes de la violencia rural, actualizado al 25 de julio", hasta esa fecha se han registrado 998 situaciones de violencia rural en las regiones que componen la Macrozona Sur (Biobío, La Araucanía, Los Ríos y Los Lagos). Este espiral de violencia no sólo ha dejado de manifiesto la ausencia de Estado de Derecho en la zona, sino que además ha develado las falencias del desempeño institucional del Poder Judicial, el Ministerio Público y demás actores del proceso, en la persecución de estos delitos violentos.

Un estudio del Observatorio Judicial revela que, de un universo de 2.700 causas, se identificaron 128 por los delitos de homicidio, lesiones y amenazas ingresadas entre los años 2018 y 2020. De las 128 causas, sólo dos terminaron en condena: una en un procedimiento simplificado y otra en un procedimiento monitorio que, en ambos casos, resultaron en la aplicación de penas de una entidad considerablemente baja. Por otra parte, el 67% de las causas no tiene imputado conocido y en el caso particular de homicidios, en apenas 4 causas -de un total de 65- se conoce la identidad del imputado. En cuanto a la aplicación de medidas cautelares, sólo se han dispuesto dos prisiones preventivas y la mayoría de las víctimas de estos delitos resultan ser funcionarios de Carabineros. Las víctimas en delitos relacionados a lesiones son principalmente trabajadores de empresas y residentes, mientras que en delitos de amenaza la mayoría son residentes.

No es extraño entonces que se culpe a los jueces de la impunidad por los actos de violencia y de la falta de vigencia del Estado de Derecho en la Macrozona Sur. Sin embargo, los datos conocidos muestran que los jueces alcanzan a tener poca participación en los procesos, que no llegan a la etapa de juicio y, en su mayoría, no llegan a formalizarse. Por lo tanto, la mirada pública debiera dirigirse al trabajo del Ministerio Público y las labores investigativas de las policías. Al respecto, es importante recordar que el Ministerio Público está a cargo de la política criminal del país, son los fiscales los que llevan adelante los juicios penales, siguiendo los lineamientos de la Fiscalía Nacional y las fiscalías regionales.

Probablemente, los magros resultados obtenidos también involucran el trabajo de la Policía de Investigaciones y la coordinación que debe tener con los fiscales. De aquí no puede concluirse negligencia ni mucho menos intencionalidad por parte de los fiscales, pero sí una deficiencia institucional de cuyas causas debe dar cuenta el propio Ministerio Público. En efecto, atendida la naturaleza del fenómeno criminal analizado, es claro que ni las policías ni el Ministerio Público cuentan con la preparación, los recursos materiales y las facultades legales para cumplir adecuadamente su propósito institucional. Sin embargo, quien se encuentra en mejor posición para levantar un diagnóstico preciso de estas dificultades es el propio Ministerio Público, razón por la cual cabría esperar una actitud más proactiva de su parte.

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