Por estos días una declaración firmada por cuatro personas solicita a los convencionales - incluso les implora, como quien ruega de rodillas al borde de la desesperanza- aumentar el diálogo y considerar el punto de vista de la minoría.
Al leer esa declaración uno se pregunta si acaso los suplicantes que la firman, y de cuya buena intención no cabe dudar, poseen una correcta inteligencia de la índole de la Convención y de lo que en ella está ocurriendo.
Y parece que no del todo.
Porque al examinar los discursos y manifestaciones diversas de los constituyentes no se arriba a la conclusión que sus integrantes sean personas que no saben lo que hacen, individuos que poseídos de pronto por un ánimo refundacional y con la racionalidad disminuida o invadida por la emoción estén puestos a la tarea de imaginar desmesuras, sin pensar en el alcance que poseen, motivo por el cual sería necesario que se les llamara al equilibrio y el diálogo, como quien toma de los hombros a alguien agitado y luego de zamarrearlo amistosamente le pide que se calme.
Por el contrario, la conclusión a la que se arriba es que los convencionales saben lo que hacen y por eso lo hacen.
Lo suyo no es entonces un asunto de actitudes -es decir de disposición o no al diálogo- sino de creencias -o sea de convicciones y de ideología.
A lo que se está asistiendo hoy en Chile, y la Convención es uno de sus momentos culmines, es a una disputa ideológica, es decir, a una lucha, afortunadamente incruenta, en la que está predominando un punto de vista que es muy otro del que fue hegemónico en Chile. Ese punto de vista relataba a la comunidad política como unidad de memoria e identidad; a los derechos como libertades ante todo negativas, formas de protección frente a la injerencia no consentida; al régimen político con predominancia presidencial; al sistema de justicia como poder cuya cúspide poseía la jurisdicción que, desde allí, derramaba hacia los jueces; a la ley como una regla que se abstraía de clases de individuos categorizados por su origen, etcétera. En la Convención, en cambio, está predominando la idea que Chile es un espejo roto donde cada uno ve su reflejo en un trozo, sin que exista una imagen que exprese la totalidad; los derechos están siendo concebidos como derechos sociales, es decir, como prestaciones positivas que las personas pueden reclamar por su simple condición de miembros de la comunidad; el régimen político por el que inclina buena parte de los convencionales, apunta a fortalecer al Congreso y dentro de él a la mayoría, disminuyendo la autoridad presidencial; la jurisdicción es vista como una facultad que radica en cada juez y no como un poder que el Estado centraliza al lado de la legislatura y el Ejecutivo; la ley es concebida como un baremo plástico y elástico, cuyo significado se deja corregir por la perspectiva de género o la interculturalidad.
Todas esas ideas o parte de ellas pueden ser consideradas erróneas, y algunas desde luego lo son; pero no se observa de qué modo se puede hacer ver su incorrección o su error implorando un cambio de actitud. La súplica no es una forma de refutar ideas o de discutirlas, o siquiera de participar en el debate democrático, porque fuera de no aportar razones parece atribuir a aquellos a quienes se interpela -es decir, a los convencionales- una mera conmoción emocional, un entusiasmo súbito o repentino que es, en el fondo, y aunque quienes ruegan la moderación no persigan, una forma de disminuir su valía o su racionalidad.
Si el buenismo consiste en creer que apelar al cambio de actitud conduce al cambio o la mejora de la vida colectiva (el tipo de opiniones que un filósofo atribuía a quienes llamó "almas bellas") esta declaración, bien intencionada sin duda, puede ser considerada una muestra paradigmática de esa forma de asomarse a los problemas que bullen en la esfera pública.