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Chupando cobre

Adelanto del libro "El peligro de estar cuerda" Por Rosa Montero
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Siempre he sabido que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza. A los seis o siete años, todos los días, antes de dormir, le pedía a mi madre que escondiera un pequeño adorno que había en casa, un horroroso calderito de cobre, el típico objeto de tienda de suvenires baratos o quizá incluso el regalo de un restaurante. Y se lo pedía no porque me incomodara la fealdad del cacharro, lo cual hubiera resultado un poco extraño pero en cierto modo distinguido, sino porque había leído en alguna parte que el cobre era venenoso, y temía levantarme sonámbula en mitad de la noche y ponerme a darle lametazos al caldero. No sé bien cómo se me pudo ocurrir semejante idea (con el agravante de que jamás he sido sonámbula), pero ya entonces hasta a mí me parecía un poco rara. Lo cual no evitó que pudiera visualizarme con toda claridad chupando el metal, y que, aterrada, durante cierto tiempo le pidiera a mi madre que porfavorporfavor no dejara de esconder el objeto en algún lugar recóndito, a ser posible un sitio distinto cada vez, para que me fuera imposible encontrarlo. Mi imaginación, como se ve, siempre ha galopado por su cuenta. Y mi divina madre asentía muy seria y prometía guardarlo bien guardado. Entendía a los niños de una manera mágica, y además ahora pienso que es probable que a ella le hubieran ocurrido cosas semejantes de pequeña. Porque también tenía una cabeza voladora.

Para colmo, cuando me hice adulta me enteré de que el cobre no es venenoso. O sea, no tan venenoso. Puede intoxicar, desde luego, pero en grandes y prolongadas dosis, y los primeros síntomas apenas son una diarrea y náuseas. Hubiera podido chuperretear el maldito caldero durante largo rato sin que ocurriera nada. Esto es algo que sucede muy a menudo: vas haciéndote mayor y un día de repente te enteras de que algo en lo que creíste firmemente en la infancia era una falsedad o una tontería. La vida es una constante reescritura del ayer. Una deconstrucción de la niñez.

Una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro, contra lo que la palabra parece indicar. De hecho, lo verdaderamente raro es ser normal. Una investigación del Departamento de Psicología de la Universidad de Yale (Estados Unidos), publicada en 2018, afirma algo que a poco que se piense es una obviedad: que la normalidad no existe. Porque el concepto de lo normal es una construcción estadística que se deriva de lo más frecuente. En primer lugar, que un rasgo sea menos frecuente no implica una anormalidad patológica, como, por ejemplo, ser zurdo (solo hay entre un 10 y un 17 % de zurdos en el mundo); pero es que, además, como el modelo ideal de individuo normal está confeccionado con la media estadística de una pluralidad de registros, no debe de haber ni una sola persona en el planeta que atine un pleno en el conjunto de valores. Todos guardamos en el fondo de nuestro corazón alguna divergencia. Todos somos rarunos, aunque, eso sí, algunos más que otros.

Yo incluso diría que ser un poco más raro de lo habitual tampoco es infrecuente. De hecho, ocurre a menudo entre los creadores, dicho sea con minúsculas; entre los artistas de todo pelo, sean buenos o malos. De eso precisamente va este libro. De la relación entre la creatividad y cierta extravagancia.


"El peligro de estar cuerda"

Rosa Montero

Seix Barral

360 páginas

$16.250