En esta columna, suelo escribirle a gente que está en posiciones de poder: políticos de distinto signo, intelectuales, personas influyentes. Sin embargo, el 4 de septiembre pasado nos mostró que la gente que normalmente no sale en los medios puede ser mucho más importante que las personalidades famosas.
La gran mayoría del país le dio un triunfo aplastante a una de las opciones y esa fue una gran obra colectiva. Ahora bien, ¿alguien puede pensar que la voluntad de esos chilenos sea aplastar a los perdedores o que se hallan tan polarizados como las élites?
Ciertamente tenemos diferencias y no seré yo quien desconozca que el FA/PC lo han hecho mal. Desde un principio me parecieron ridículos sus aires de superioridad moral; ahora bien, ¿vamos a pagarles con la misma moneda? ¿Quién puede decir que nunca ha tenido una actitud arrogante en su vida?
Nuestra historia no puede ser una constante cadena de agravios y desquites. Eso no nos lleva a ninguna parte, salvo a ser un conjunto de vengativos amargados. Tenemos que ser capaces de romper, de una vez por todas, esa lógica perversa y suicida. No tiene sentido dividir el país entre vencedores y vencidos.
Discutamos, demos argumentos, ejercitemos la crítica: los errores de este gobierno nos entregan mil oportunidades para hacerlo; sin embargo, tengamos muy claro que este no es un conflicto entre los buenos y los malos. No es lo mismo ser mal gobernante que ser una mala persona.
Tiempo atrás oí a alguien decir que "el izquierdismo es una enfermedad moral". Falso de falsedad absoluta. No me gusta la política de la izquierda, particularmente de aquella que hoy está en La Moneda. Sus ideas económicas y concepción del Estado me parecen desastrosas, pero eso no los hace moralmente malos.
La moralización de la política ha hecho un daño enorme. Ciertamente, esa actividad -como la académica, la empresarial o la deportiva- debe ajustarse a criterios morales si quiere ser digna del hombre. Con todo, el conflicto político no es un conflicto moral.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué esa agresividad, incrementada por el abuso de las redes sociales? Probablemente porque no nos conocemos. Es fácil descargar nuestra ira contra una caricatura, agredir a un monstruo que nos hemos inventado. Pero quien está enfrente de nosotros es una persona: con miedos y angustias; que sufre y se alegra; que llega a la casa cansada; que toma vino y come las mismas empanadas que tanto nos gustan.
Cuentan que en la guerra franco-prusiana un grupo de alemanes de la Renania estaba en su trinchera, enfrentados a unos franceses que se hallaban en la suya. Los renanos son simpáticos, amantes de la cerveza y de la fiesta. En eso, los franceses abrieron fuego, y entonces un soldado renano gritó: "No disparen: ¿no ven que hay gente?" Su conducta fue objeto de burlas durante décadas. Hoy comprendemos que ese hombre sencillo era el único que poseía la lucidez necesaria como para ver que se trataba de una guerra absurda y fratricida.
Mañana es 18 de septiembre, y esa fecha nos muestra de modo muy particular la importancia no sólo de los grandes héroes, sino también de los ciudadanos corrientes. Necesitamos reconstituir nuestro tejido social, desgarrado por múltiples querellas. Los políticos son fundamentales en esa tarea, pero no nos engañemos: también es una labor que hay que hacer desde abajo. Son los hombres y mujeres de a pie quienes pueden mejorar el clima social. Ellos tienen la oportunidad de involucrarse en múltiples actividades de solidaridad; mitigar la polarización de las élites; desistir de las actitudes prepotentes; hacer un esfuerzo por conocer a sus vecinos; unirse a las agrupaciones comunitarias; superar el anonimato de las ciudades; volver a sus iglesias. En suma, restaurar Chile.
Es la hora de la Patria, no de las facciones. En otros tiempos hubo quienes dieron la vida por nuestro país, y los reconocemos agradecidos y admirados. Hoy la Patria parece requerir algo más modesto: simplemente un poco de paz.