Las filtraciones, ocurridas el último tiempo, de investigaciones llevadas adelante por el Ministerio Público, han planteado la necesidad, a juicio de algunos congresistas, de establecer sanciones penales para reprimirlas o inhibirlas.
Para evaluar esas iniciativas es necesario comenzar recordando que es gracias a las filtraciones, las indiscreciones y los fisgoneos (y a despecho de quienes tenían razones para impedirlas y obrar en medio de la sombras) que la opinión pública se enteró, en su hora, de asuntos tan relevantes como el caso Watergate, los papeles del Pentágono, o, para no ir más lejos, el caso Convenios, las rencillas gubernamentales o las vicisitudes de la venta (o el intento de venta) de la casa del expresidente Allende, de manera que no cabe duda de que las filtraciones suelen resultar benéficas.
¿Significa entonces lo anterior que no es necesario ocuparse de ellas, de esa entrega de información a goteras que se filtra en medio de los intersticios del poder?
Por supuesto que no; pero al hacerlo hay que tener cuidado de no lesionar los valores fundamentales de una sociedad abierta.
Desde luego, es necesario asegurar los deberes de secreto de las autoridades y de los intervinientes, por ejemplo, en el proceso penal, y evitar la intromisión en esferas protegidas como la intimidad o la privacidad. Pero nada de eso debiera conducir a ahogar o inhibir la libre búsqueda y divulgación de informaciones de interés público. En otras palabras, nada de lo anterior debiera conducir a sancionar la indiscreción o la publicación de información por parte de los periodistas o los medios cuando ellos juzgan razonablemente que se trata de informaciones de interés público. Porque los fisgones del poder público que filtran informaciones, y los medios que las divulgan, suelen prestar un importante servicio público.
¿Fue Felt, la garganta profunda del caso Watergate, un traidor, un bribón en las sombras, una serpiente (como dijo Buchanan, el escritor fantasma de Nixon) o, en cambio, un héroe de esos que contribuyen a que la comunidad cívica sea mejor y más digna?
Es probable que Mark Felt no haya sido una buena persona (después de todo era agente del FBI en los tiempos de Hoover) y estuviera dispuesto en más de una ocasión a hacer barbaridades. Y que entregara información movido por el afán de venganza y por el resentimiento. Pero el hecho es que gracias a él -y a esos encuentros furtivos- los ciudadanos supieron que Nixon espiaba a sus competidores y corrompía a funcionarios para alcanzar el triunfo. Gracias a él la democracia americana pudo revalidar los compromisos que la hacen digna de envidia, y debido a él, y a la labor de Bernstein y Woodward, la prensa es un oficio que se enorgullece de sí mismo (algo que por estos días los periodistas, sometidos al desinterés presidencial, necesitan). Y gracias a él los felones (abundan) saben que las trampas en política pueden ser mortales para quienes las ejecutan.
Sí, Mark Felt está lejos de ser un santo o un ejemplo de moral kantiana. Pero eso no le impide ser un héroe ¿No son acaso héroes esas personas cuya vida -por los motivos más disímiles, desde el miedo a la vergüenza- se redime en medio de sobresaltos y acaba, así, haciendo mejor a la comunidad? Por eso Felt merece un elogio; aunque, lo mismo que Judas, sea un soplón y haya condenado su alma. Gracias a tipos como él los tramposos nunca están a buen recaudo.
Porque el problema no son los hombres o mujeres del tipo Mark Felt (más bien hay que echarlos en falta a la hora de dilucidar los abusos, los desfalcos y las ineficiencias que en Chile siguen impunes) sino esos sujetos soberbios que cuando en el DVD miran Todos los hombres del Presidente, se identifican con Nixon. Si no, pregúntese qué habría ocurrido con el caso Procultura si en vez de filtraciones, que las ha habido y las habrá, hubiera reinado el silencio.