Cuando las campanas, las sirenas y los relojes dieron término del año y la llegada del nuevo, en medio de los abrazos de familiares y amigos, los espíritus se contrajeron al ritmo de tantas emociones, que tal era el mensaje de salutación y esperanzas que estábamos intercambiando. El nuevo año abre la puerta de otro tramo, demarcado por el hombre en el camino infinito del tiempo. Mirar hacia atrás es comprender la tarea cumplida, con todos sus alborozos y sus asperezas, sus triunfos y sus derrotas. Mirar hacia adelante, es rasgar la transparencia sutil de la esperanza, que descansa en los propósitos y aún en los sueños. Es, en estos momentos, amigos lectores, cuando se advierte más efímera y más frágil, la débil hoja del calendario, que nos indica con el rigor y la solemnidad de las cosas grandes, un nuevo hito en el camino de nuestras vidas.
Tras el muro que ahora traspasamos, quedaron las horas vividas en largos y angustiosos meses: las horas llevan una estrella recordatoria en la frente y las horas que ciñen un casco rematado por un búho; las horas vestidas de blanco y las horas enlutadas; las horas ilusiones y las horas alegrías; las horas amor y las horas remordimiento, que volaban al azul del ideal, como una saeta de oro y las que se cernían sobre las almas como una espesa bruma; las que traían entre sus brazos el ensueño y la que en los repliegues de su manto, ocultaban el insomnio. Allí quedan unas húmedas de besos; empapadas otras en lágrimas luminosas éstas de sonrisas; ennegrecidas a aquellas de desesperanza rosada, éstas de ilusiones; azuladas aquellas de quimera. Allá queda todo el bagaje de espejismos luminosos o terribles, sacudiendo el polvo del camino, entramos de cara al Oriente, al año nuevo, que es el porvenir.
Al tañer alegre las campanas, al estallar los petardos, al brillas los fuegos de artificio, al entregarnos los unos en brazos de los otros, aquellos años que llamamos muertos, son los que en nosotros estamos viviendo con más viva presencia. Turbulentos se agitan en estos instantes los recuerdos y nos llegan desde lejos, la vislumbre de cosas que no pueden morir. Estremecen nuestro corazón, recuerdo que para siempre creíamos borrados de nuestra mente y nos invade una clarividencia que nos da temor. Sorprendernos de repente, un secreto que vivió dentro de nosotros, como un muerto en su tumba y estamos a punto de sentir los ojos humedecidos por las lágrimas. Nos acordamos de aquel acto que ahora nos ruboriza y nos sume en plácida dicha recordar aquella vez que nos sorprendió un amor con ribetes de eternidad. Un año no puede morir, porque no puede morir el tiempo. Ningún año se va. Se queda aferrado con nosotros, a nuestra carne y a nuestro espíritu. No digamos un año muere, digamos que nos da vida. No midamos el tiempo con nuestras coordenadas astronómicas. Midámoslo como Wells, que, "el tiempo ha herido nuestra cabeza, pero no la ha doblado".
Carlos René Ibacache, Miembro Correspondiente
por Chillán, de la Academia de la Lengua.