En pleno siglo XXI, en una época en que la tecnología ha llevado a límites insospechados hasta hace algunas décadas las facilidades de la comunicación, y con avances médicos tan evidentes que han permitido el aumento de las expectativas de vida, resulta sorprendente que todavía existan círculos de personas que prefieran darle crédito a teorías de dudoso origen y que más bien reflejan la adhesión a creencias y no a la razón. Esto ha quedado meridianamente claro durante la pandemia en curso, con aquellos discursos afiebrados que ponen en duda el virus, el peligro que supone y, por tanto, la necesidad de la vacunación, dejando en vilo tanto su propia salud como la de su entorno inmediato y de la sociedad en su conjunto.

La pandemia existe. Eso es imposible ponerlo en duda. Si alguien osara dudar de las directrices de la Organización Mundial de la Salud y de los estudios que se publican en las revistas indexadas (no en sospechosos sitios de internet), bien haría en conocer de primera mano la experiencia de los equipos sanitarios que llevan ya más de un año y medio tensionados por un virus de alta capacidad de contagio, que aunque ha atenuado su amenaza gracias a la vacuna, sigue presente.

Un momento tan complejo como el actual exige el máximo de la racionalidad y que cada cual actúe según sus capacidades y reconozca sus limitaciones. A la hora de hablar sobre el virus, quienes más saben son médicos, enfermeras y todo ese amplio contingente de salud que ha estado en la primera línea, no supuestos expertos que enarbolan estudios dudosos y que aun siendo profesionales o candidatos a cargos de representación popular, se arrogan un conocimiento sin más base que las propias creencias o singulares teorías conspirativas.

La pandemia es todavía una realidad y, tal como lo ha advertido el Ministerio de Salud, ya se aprecia cierto aumento de casos en el país por culpa de quienes han optado por no vacunarse como por no seguir las medidas de autocuidado. Chile ha vivido una larga pesadilla y, por el bien de todos, hay que procurar detener desde ya el inquietante incremento de nuevos contagios.

En general al mirar nuestra patria y el mundo, podemos percibir una serie de cambios (o anhelos de estos) que se han manifestado en los últimos años. Estos no sólo son producto de la necesidad de modernizar ciertas estructuras, sino que muchos responden a un deseo más profundo, el de construir una sociedad más igualitaria y representativa de quienes la habitan.

Los cambios no son fáciles, requieren de mucha generosidad, pues para que sean beneficiosos hay que hacer el ejercicio de revisarse, escuchar a otros, después reconocer lo bueno y lo malo, estar dispuestos a repensar el manejo del poder y por último tomar las decisiones que permitan cambiar cosas que tal vez se creían esenciales.

En el caso de la Iglesia Católica este camino pareciera haber comenzado, y como pasa en la mayoría de las instituciones, no porque sus dirigentes lo quieran sino porque en este caso los fieles se han dado cuenta de que hay cosas que no funcionan bien y que las malas prácticas de la sociedad se replican también en nuestros espacios eclesiales.

Para ser justos también es posible reconocer que el Pontificado de Francisco trae una impronta que invita a que juntos pensemos la iglesia que queremos. Estamos viviendo un camino sinodal, hemos sido convocados para discernir sobre el futuro de la iglesia y esto requiere de todos.

En el documento de sistematización del Discernimiento Eclesial del 2019 de la Iglesia Chilena aparecen de manifiesto las estructuras eclesiales que requieren de revisión y renovación según los fieles y también se incluyen los principales problemas que se perciben en las estructuras y su gestión, desconexión entre las estructuras y su entorno, autoridad como privilegio, entre otras. Nuevamente aparecen los problemas de abuso, clericalismo, rol secundario de las mujeres, etc.

Este verdadero diagnóstico no puede dejarnos indiferentes, son temáticas que aparecen una y otra vez, y ya es tiempo de abordarlas de frente. Como dice un amigo sacerdote: "La Iglesia debe dejar de pensar en siglos para ponerse a pensar en años". Debemos propiciar cambios en la estructura a mayor velocidad, es necesario construir una iglesia que nos interpele e identifique, que hable el lenguaje de sus fieles y que sobretodo se identifique verdaderamente con Cristo, con ese Maestro que habita en cada persona, que trata con justicia y dignidad, que es coherente en su discurso y en su actuar.

Sólo queda por decir que los cambios no se producen solos, no basta sólo con pensarlos; hay que dar pasos concretos, y demostrar voluntad y audacia para ello.

Paulina Benavente Psicóloga, Obispado de Chillán

Alfredo Gómez Morel, cuando escribe El Río, una de las novelas autobiográficas más importante en Chile (no premiada, de culto eso sí) jamás imaginó que sería una radiografía vigente en pleno siglo XXI. La lectura de este relato, con material inédito recopilado por Ediciones Tajamar, manifiesta explícitamente el valor de esta narración, su oscura vigencia en nuestros días y algunas características del escritor que hoy, podrían ser analizadas por expertos.

El Río, es una sensación más pura que el peligroso relato. Sus páginas se pueden definir como una navegación constante entre la violencia y el desamparo. El Mapocho, con su turbiedad completa, su cauce de heridas delictuales, de abandono y matanza, es la perdición y salvación de Gómez Morel, como lo ha sido para muchos, además de un referente completo para la escritura santiaguina, que se regocija en sus aguas podridas. Escenario de muerte y catástrofe para Carlos Droguett, pobreza explicita y sordidez para José Donoso, encuentro y desencuentro para Nona Fernández. Lo cierto es, que para Gómez Morel, El Río significó la salvación del maltrato materno, la puerta y el vacío para una vida elegida. El autor jamás se victimiza frente a los horrores que suceden en su vida, llora, sí, limpia los zapatos taco aguja de su madre prostituta y mira hacia la pared mientras esta misma coge con el amante de turno. Esta imagen retratada por el gran Francisco Hoffmann, esposo de la psiquiatra Lola Hoffmann.

La cárcel como experiencia de vida, es la respuesta a una conducta reprochable, civil y moral, por lo tanto, nadie debería estar ahí sin ser juzgado. Ahora bien, si pensamos en Gómez Morel como un delincuente por opción, habitante asiduo de cárceles y reformatorios, huidor insigne de cada uno de ellos, preso de su propia humanidad, sin esperanza de liberación alguna. Sufriente amante de la perdición del charco que lo traga cada vez que baja al Mapocho. Pero no es solamente aquel Río, lo son todos, porque siempre cae en ese mismo abismo, aunque no esté en Chile, porque ese Río que lo persigue está dentro de él, como un tumor maligno.

Las cárceles, lugar de castigo para los criminales, utópica idea de la reinserción en la sociedad, cuando estos seres humanos jamás han estado insertos en nada. Su pertenencia solo se limita a su entorno plastificado por la violencia. No hay reinserción, esos, son solo cuentos de la reforma procesal penal. No les crean.