El vuelo de un gato
Adelanto del libro "Ni la música me consuela" Por Camila Gutiérrez
El jueves 26 de febrero del año 2015 me despierto de una siesta pegajosa y miro el celular para saber si es mejor dormir hasta el 27 de febrero o si todavía sirve despertar. En la pantalla veo el aviso de un mail que he esperado durante dos meses. Intento creer que dirá RECHAZADA para protegerme de la frustración. Leo, todavía acostada. Me rechazaron y eso que hice el esfuerzo de sentarme sería un pensamiento doloroso. Estiro un poco el brazo, apenas para poder desbloquear el celular y empezar a leer el mail, que dice casi nada, pero tiene un archivo adjunto que demora en cargarse, haciendo más distante el futuro en el que el rechazo ya es un pasado que no importa.
Empiezo a leer. Primero por encima y luego línea por línea, y entonces sí me siento, incluso me paro y abro un diccionario inglés-español para corroborar que lo que entiendo es lo que dice: mi inglés es bien malo y el mail parece demasiado bueno. «Nos vamos», le digo a Rogelio, que sigue en su propia siesta. «Nos vamos a otro país, Rogelio».
Dos horas después llega mi casi amor con tres champañas y cuatro bolsas de hielo. La posibilidad de un rechazo nunca existió. Obvio que me iban a aceptar si soy increíble, río estruendosa y ebria.
Pasa la risa, pasa la ebriedad, pasan los meses.
Es domingo 23 de agosto. Mi casi amor nos viene a buscar a la casa para llevarnos al aeropuerto, a mí y a Rogelio. No me gusta abrazar a la gente, pero lo abrazo en la puerta de aduana y lo veo despedirse de Rogelio tocándole la pata a través de su bolsito transportador, sin prometernos nada. En la fila, los pasajeros se dividen entre los que miran el bolsito con reproche, los que lo miran con ternura y los que no lo miran.
Rogelio, con los ojos tremendos, empieza a maullar guturalmente. «Es un rato nomás», le digo, y mi consuelo es dos veces falso. Un rato serán diez horas, y sé bien que mi voz, por más tierna que sea, no calma nada. Solo quiero que el resto me escuche apaciguándolo, para que piensen ah, mira, tan desubicada no es.
«Perdón», le digo a mi vecina de asiento. «Da lo mismo», dice ella. «En serio da lo mismo», achina los ojos, dándole una palmadita tierna a mi mano, y entonces sí que empieza a dar lo mismo: veo entrar a un niño enérgico de cuatro años, junto a un padre y a una madre jóvenes y rendidos que le permiten hablar en mayúsculas gigantes, bufar cuando pierde en el juego de su tablet y gritar cuando la azafata le dice que la apague porque vamos a despegar.
«Se porta muy bien», me dice la vecina de asiento mirando a Rogelio y pegando sus dedos a la rejilla del bolso para hacerle cariño en una oreja y él, enamorado del amor, cierra los ojos tremendos, acomodándose para ser querido. Verlos así empuña mi garganta. La gente es buena, hay amor en el mundo. El vuelo es gentil, sin turbulencias; dócil y perfecto, Rogelio ronronea y las luces del avión se apagan, el niño enérgico se duerme, la vecina cierra los ojos y toda esta quietud iluminada por el parpadeo de las luces de las alas me lleva a hacer la Primera Promesa de mi nueva vida: nunca más miraré con reproche a los padres de un niño que no se porte bien en público.
De pronto es mañana.
El rebote de las ruedas en la pista de aterrizaje nos avisa.
Ahora solo toca enfrentarnos al hombre de Policía Internacional, que pregunta mi edad aunque pueda verla en el pasaporte. «Tengo 29», digo.