Ha llegado el Adviento, tiempo de espera y de esperanza, mientras nos preparamos para la Navidad. Pero la esperanza, como actitud de vida, no es fácil sostenerla.
Cuesta sostener la esperanza en un mundo con tantas sombras. Nuestra sociedad es violenta y relativiza la vida humana. Allí está la guerra-invasión en Ucrania, sin señales de término y con la amenaza cierta de las armas nucleares; y allí están los delitos y las agresiones en nuestro país, que dañan a tantos inocentes y sorprenden por la facilidad con que se mata. Allí también está la extraviada política (y los políticos), fragmentada y polarizada, sin abordar con acuerdos duraderos los problemas esenciales de la población. Y allí y acá estamos todos nosotros, con poca disposición a hacer comunidad y con mucha preocupación por defender y disfrutar individualistamente nuestros intereses. Son solo algunas de las sombras que oscurecen la esperanza.
Pero la esperanza también cuesta porque nos gana la comodidad, la indiferencia y la falta de perseverancia en el bien. La verdadera esperanza es activa. No es cruzarnos de brazos a esperar algo que llegará, sino que es compromiso y lucha en medio de las dificultades. Como nos recuerda el Papa, "el bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre, han de ser conquistados cada día" (FT 11).
No tenemos que quedarnos, sin embargo, en la pura mirada de las sombras de este mundo. En medio de las oscuridades, hay también brotes de vida, de bondad y de justicia que, tarde o temprano, dan fruto. No es esto un optimismo ingenuo, sino la experiencia y la certeza de que el reino de Dios ya está presente en el mundo, de diversas maneras, como levadura que va fermentando la masa. Lo importante es de qué lado nos ponemos, a qué contribuimos cada uno de nosotros: ¿a la extensión de las sombras o al triunfo de la vida sobre la muerte?
Pero no tenemos que olvidar que la esperanza, en definitiva, se fundamenta en la promesa y el amor del Señor. En Dios que irrumpe en nuestra historia y en la existencia humana, para amarnos, sostenernos y ofrecernos como promesa un cielo nuevo y una tierra nueva, que a la vez vamos preparando con humildad. Si la esperanza solo se fundamentara en nosotros, en nuestros logros, estaríamos perdidos. Nunca habría una esperanza posible, como lamentablemente lo muestra nuestra historia pasada y presente. Por mucho que el hombre consuma y se entretenga, el presente cerrado solo en su inmanencia sigue siendo opaco. La plenitud viene como don de Dios, y confiamos en ese don porque Dios es fiel y misericordioso.
Digamos con todo el corazón: ¡Ven, Señor Jesús!, mientras aportamos al bien y la justicia de este mundo. De la mano de María, mujer de esperanza.
Sergio Pérez de Arce,
Obispo de Chillán