Chile está en la fase 4 del COVID-19, es decir, el virus está en libre circulación, de acuerdo a lo precisado por las autoridades de salud. Esto -es obvio- exige un comportamiento maduro y consciente de las personas, la sociedad y las propias autoridades.
Hasta ahora, el grueso de las acciones que buscan mitigar el avance de la enfermedad han sido sugerencias; otros países han impuesto políticas mucho más restrictivas: ni hablar de China, Francia, Italia o España (territorios muy castigados); también lo han hecho naciones vecinas como Perú y Argentina, que han tenido comportamientos epidémicos más parecidos al nuestro.
Todo indica que Chile también tomará ese camino.
La posibilidad de que se declare una cuarentena total o parcial en algunas comunas es cada vez más posible, lo mismo que incrementar la instalación de barreras de bioseguridad. La magnitud del problema así lo exige. Debe evitarse la propagación del virus y eso solo ocurrirá -hasta no tener una vacuna- deteniendo las acciones de nosotros los humanos.
Asimismo, junto con el endurecimiento de las medidas de control, debe sumarse el auto cuidado que cada persona debe tener junto a su grupo familiar.
El desafío es serio y muy complejo. Todo indica que viviremos un invierno extenso y duro desde el punto de vista social, económico y político.
Desconocemos el deterioro que habrá en las finanzas públicas y en muchas compañías que no podrán resistir la magnitud de esta crisis superlativa. Prácticamente todos los expertos están advirtiendo señales de recesión y es eso lo que explica el fuerte impulso que los gobiernos y los bancos centrales están imprimiendo a cada una de las economías.
Se trata de uno de los momentos estelares del último tiempo, lo que exigirá fortaleza emocional, buen ánimo y capacidad de trabajo en equipo.
El COVID-19 abre un escenario distinto para el futuro. Ni Chile ni el mundo son ni serán los mismos.
No se trata de perder la cabeza o la esperanza, pero tampoco de suponer que nada será transformado.
El mundo está en un momento clave.